Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos?
Cada vez más gente entiende que todos los seres humanos deberíamos recibir pleno respeto. A menudo se asume que esto debería ser así por el simple hecho de que somos humanos. Pero, en realidad, la mera pertenencia a una determinada especie es más que nada una clasificación biológica. No es lo que determina que nos puedan dañar. Lo relevante para esto último es algo mucho más simple: nuestra posibilidad de sentir y sufrir. A esto es a lo que se llama también sintiencia. La sintiencia es la capacidad de tener experiencias, que pueden ser positivas, como el disfrute, o negativas, como el sufrimiento.
Ahora bien, esta capacidad no la poseen exclusivamente los seres humanos. También la tienen muchísimos otros animales. Sin embargo, se asume habitualmente que únicamente los seres humanos merecen nuestra consideración. Como consecuencia, los animales (o, más bien deberíamos decir, los animales no humanos) son tratados como cosas. Son explotados diariamente de las formas más terribles. Y se les deja sufrir a su suerte cuando están en situación de necesidad, sin preocuparnos por darles ayuda.
¿Cómo puede justificarse esta actitud? Muchas veces se afirma que los animales no merecen consideración porque esta solo ha de darse a quienes poseen unas capacidades intelectuales complejas. Pero quienes defendemos que se respete plenamente a todos los seres humanos debemos rechazar este argumento discriminatorio. Los seres humanos con diversidad funcional intelectual significativa, así como los bebés que sufren alguna enfermedad terminal, merecen exactamente el mismo respeto que cualquier otro ser humano, pues pueden sufrir por igual. Asimismo, en otras ocasiones se afirma que solo hemos de respetar a los seres humanos porque únicamente sentimos estima por ellos. Pero la estima tampoco es un criterio justo. Una niña huérfana, sin nadie que la quiera y proteja, necesita y merece el mismo respeto que otra rodeada de seres queridos.
En contraste, hay un método sencillo para juzgar de forma ecuánime a quién deberíamos respetar. Entendemos normalmente que la justicia requiere imparcialidad. Pensemos, pues, en lo siguiente. Supongamos que no supiésemos si fuéramos a nacer como seres humanos o como animales de otras especies: ¿qué clase de mundo elegiríamos? Bajo tales condiciones de imparcialidad, si pensásemos honestamente, seguramente escogeríamos un mundo en el que se respetase a los animales. Esto indica que la actitud de desconsideración hacia estos no está justificada.
Estas razones han llevado a que cada vez más personas vean tal actitud como una forma de especismo. Con este término, acuñado ya hace medio siglo, se llama a la discriminación de quienes no pertenecen a una cierta especie. La idea de que deberíamos rechazar el especismo es todavía novedosa. Por ello, y porque cuestiona el provecho que obtenemos del sufrimiento animal, es aún fácil de ridiculizar. Pero lo que importa no es eso, sino que es también una idea muy difícil de rebatir. Y ese es el motivo por el cual el rechazo del especismo y la defensa de los animales han llegado para quedarse.